“¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!” (secuencia pascual). La Resurrección de Cristo no es una fórmula mágica que hace desparecer los problemas, sino la victoria del amor sobre la raíz del mal, una victoria que no pasa por encima del sufrimiento y la muerte, sino que los traspasa, abriendo un camino en el abismo, transformando el mal en bien, signo distintivo del Gran Poder de Dios. El Resucitado no es otro que el Crucificado. Lleva en su cuerpo glorioso las llagas indelebles, heridas que se convierten en lumbreras de esperanza. En la mañana de su Resurrección, dirigimos a Él nuestras miradas, para que sane las heridas de la humanidad desolada.