REFLEXIÓN DE NUESTRO CONSEJERO ESPIRITUAL RVDO. D. ÁNGEL LUIS MIRALLES SENDÍN
Solo el amor de Dios nos llena de verdad. Benedicto XVI lo dijo así: «La felicidad es algo que todos quieren, pero una de las mayores tragedias de este mundo es que muchísima gente jamás la encuentra, porque la busca en lugares equivocados. La clave para esto es muy sencilla: la verdadera felicidad se encuentra sólo en Dios. Necesitamos tener el valor de poner nuestras esperanzas más profundas solamente en Dios, no en el dinero, la carrera, el éxito o en nuestras relaciones personales sino en Dios. Sólo Él puede satisfacer las necesidades más profundas de nuestro corazón».
Cuando nos olvidamos del Señor, es fácil que aparezcan la frustración, la tristeza y la desesperación. San Josemaría aconsejaba: «No olvides, hijo, que para ti en la tierra sólo hay un mal, que habrás de temer, y evitar con la gracia divina: el pecado».
El Compendio del Catecismo define el pecado como «una ofensa a Dios, a quien desobedecemos en vez de responder a su amor». Muchos sin embargo se plantean: «¿De verdad que a Dios le importa o le afecta lo que yo hago, incluso lo que yo pienso? ¿Cómo puedo yo hacer daño a Dios? ¿Acaso puede Dios sufrir, padecer? ¿Cómo puedo yo ofender a Dios, que es absolutamente trascendente?».
Dios es Amor, es un Padre lleno de amor por sus hijos, y puede compadecerse de nosotros. Más aún, Dios se ha hecho uno de los nuestros, para tomar sobre sí nuestros pecados y redimirnos. Lo explicaba Benedicto XVI en su segunda encíclica: « Dios no puede padecer, pero puede compadecer. El hombre tiene un valor tan grande para Dios que se hizo hombre para poder com-padecer Él mismo con el hombre, de modo muy real, en carne y sangre, como nos manifiesta el relato de la Pasión de Jesús. Por eso, en cada pena humana ha entrado uno que comparte el sufrir y el padecer; de ahí se difunde en cada sufrimiento la con-solatio, el consuelo del amor participado de Dios». San Pablo empleará una frase fuerte para referirse al misterio de Cristo: «al que no conocía el pecado, [Dios] lo hizo pecado en favor nuestro» (2 Cor 5,21).
Dios sufre con nuestro pecado porque nos hace daño a nosotros. Él es un Padre amoroso que nos indica aquello que nos puede hacer daño e impedir la felicidad. Sus mandamientos se podrían comparar a un manual de instrucciones del hombre para alcanzar la felicidad propia y no estorbar los demás
El pecado hace daño al amor que Dios nos tiene, ese amor que quiere hacernos felices. De algún modo, cuando pecamos, es como si Dios se lamentara entre lágrimas: «¿Pero qué haces, hijo mío? ¿No te das cuenta de que eso te hace daño, a ti y a mis otros hijos? ¡No lo hagas! ¡No te engañes! ¡Hazme caso!». Por eso se dice que el pecado es «una ofensa a Dios, a quien desobedecemos en vez de responder a su amor». Ofendemos su amor, lo ponemos en entredicho con nuestras obras pecaminosas.