Aunque observamos como de manera habitual se emplea el término “veneración” para referirse al gesto de honrar las Imágenes Sagradas que representan al Señor, a la Virgen y a los santos, o bien un objeto religioso o reliquia, conviene precisar que la Iglesia católica, a través de su Magisterio, sí diferencia hasta tres tipos de culto, según el mismo se dirija al Señor, a la Virgen y a los santos: 1) el culto de LATRÍA, o de adoración; 2) el culto de HIPERDULÍA, o de máxima veneración, y 3) el culto de DULÍA, o de simple veneración.
Según el “Manual de Liturgia”, de Jesús Luengo Mena, el culto de LATRÍA, o adoración, es exclusivo de Dios. Sólo Dios puede ser adorado, y sólo Cristo, Dios hecho hombre, como el Salvador. El mismo Cristo dijo: “Adorarás al Señor tu Dios, y sólo a Él darás culto”. Por ello, no hay incorreción litúrgica alguna en realizar un acto de adoración al Señor, mediante la contemplación de las Sagradas Imágenes que lo representan, de la misma forma que adoramos al Niño Jesús en la Octava de Navidad, o el Viernes Santo el madero de la Cruz, de la cual pende nuestro Salvador. Dentro del culto de LATRÍA, se reconoce una especialidad única, que es el culto de adoración eucarística, reconociendo a Dios, Nuestro Señor, verdaderamente presente en el Santísimo Sacramento del Altar.
El culto de HIPERDULÍA, o de máxima veneración, lo reserva la Iglesia de forma exclusiva para la Virgen María, y nace como una necesidad de poner el culto a la Santísima Virgen María en un lugar privilegiado, como Madre de Jesús, Nuestro Salvador, por encima del culto debido a los santos, pero sin llegar a la adoración. Por eso es incorrecto decir que los fieles adoramos a la Virgen María, y siempre, cuando nos referimos al culto que la profesamos, hablamos de realizar un acto de veneración.
El culto de DULÍA, o de veneración, es el propio de los santos, a quienes veneramos por sus virtudes heroicas, que han sido reconocidas por la Iglesia, y subidos a los altares.